lunes, 3 de agosto de 2009

El come cristianos


Los niños se divertían como diablillos en el cuarto de juegos mientras el padre fumaba con un periódico al lado suyo muy tranquilamente en el cuarto de estudio. El gestor de esta familia era un exmilitar que decidió abandonar su tarea con la patria para dedicarles más tiempo a sus hijos, él era uno de esos hombres que añoraba una vida normal, tomando siestas vespertinas en su sillón reclinable, siempre con un buen libro de historia tomado de su biblioteca. La mayor parte del tiempo se la pasaba encerrado en el estudio dando breves paseos alrededor de su escritorio y dándole giros al globo terráqueo que tenía su propio mueble al igual que la pequeña Biblia. A diferencia del padre que parecía una visita, los niños entre juegos se recorrían la casa en sin un aparente miedo a toparse con lo extraño. En una casa tan grande existían innumerables sitios para jugar a las escondidas, el pequeño cuartito bajo las escaleras lo hacía muy excitante, la obscura y húmeda bodega del patio era un reto ideal para el buscador y detrás del aparador que contenía a los adornos frágiles era el más cercano a la madrina. Pero entre los favoritos se encontraba la barra del mini bar. Ya habían probado todos los lugares posibles para las escondidas, sólo un lugar era al que no podían acceder a esconderse, era el gran armario común. Ahí se guardaban todos aquellos objetos de importante significado para la familia y que no se los arriesgaba a colocar como decoración en la casa por miedo a las persecuciones de los niños. Desde el escudo de la familia hasta los cabellos y restos cremados del abuelo, toda una mezcla de artículos insólitos y muy chistosos. El sobajeo de manos podrecido por la ansiedad de los niños era cada vez mayor, de brincos en brincos llegan al gran armario y lo abren por primera vez. El padre se levanta de su abultado sillón y se dirige por el pasillo que lo lleva directamente a la sala que está junto al mini bar. Agarra una botella de vino blanco de la estantería y con sus pantuflas abandona la barra. Con la copa aún en mano se detiene para captar el chillido del viejo armario común al abrirse, regresa nuevamente hacia el pasillo y fija la vista en la puerta de la habitación donde está el armario. La curiosidad lo lleva a estrellarse con los gritos de los niños que salen del cuarto. Sin percatarse que el padre se encuentra en el pasillo lo rebasan en sentido contrario al que él se aproximaba.

—¡El cuco, el cuco papi!—gritaban los niños.

Voltea la cabeza para ver a sus desesperados y traviesos niños y les responde.

—¡Muchachitos! Pero de qué cuco hablan, si el cuco no existe.

El padre en bata y pantuflas abre la puerta que se encontraba junta. Logra entrar a la polvorienta habitación y se coloca frente al armario, agarra con firmaza la manija y la gira, abre de par en par ambas puertas y no ve nada. Los niños asustadizos se asoman por la entrada con los ojos llorosos.

—¡Si ven! No hay nada, no sean adefesiosos chicos.—dijo el padre.

Pero los niños protestaron.

—¡No! Está más adentro.

El padre incrédulo no tiene pensado revisar más a fondo, le da la espalda al armario y con la mano hacia atrás se disponía a cerrarla. El armario no se cierra completamente hay algo que lo obstaculiza, el padre regresa a ver y observa aterrorizado como una mano peluda y tosca similar a la de un simio la detiene. Los ojos del padre no podían abrirse más al contemplar a la desconocida bestia. De un tirón logra zafarse de la poderosa constricción. Los niños gritan de nuevo y el padre sale corriendo junto con sus dos hijos a esconderse en la sala detrás de unos muebles. Se sentían los pasos del cuco que caminaba por el pasillo que lo llevaba directo a la sala. A veces se detenía como que examinaba el lugar, se oye que tropieza con la mesa de centro. Ahora se queda quieto, tal vez examinando la situación. El padre se aventura a echar un vistazo al cuco. Sus orejas, no las tiene; sus ojos, son enormes y saltones; su nariz, es arrugada como la de una bruja, los dedos, algunos son más largos que los otros; es alto, delgado y tiene pelos por todos lados. El cuco se está rascando la nuca. El padre saca un de las muchas armas de fuego que tiene ocultas en toda la casa, sólo por precaución o un caso de emergencia como lo era este. De un brinco sale de su escondite y le pega un tiro a la bestia. Los niños cambian de escondite en otro muble cerca de la entra al baño de la sala. El cuco lanza un gemido de dolor y se cubre la herida de bala del hombro. La bestia sale corriendo y embiste al padre que caía derrotado al suelo. El cuco asustado mira a todos lados y de la sala se dirige al baño más cercano, los niños se acercan y miran como el cuco se acomoda dentro del inodoro metiendo sus pies dentro del caño. El padre se recompone.

—¡Papi, papi, el cuco quiere escapar!—Gritaban desesperados los niños.

Con reacción astuta el padre logra sacar de otro escondite un garrote de acero, lo besa y se levanta para buscar al cuco.

En lo que llega al baño con garrote en mano ve como el cuco ya tenía medio cuerpo en el retrete y con la mano lista para jalar la válvula. De un potente tirón logra sacar el cuerpo completo del cuco a la superficie. El padre levanta el garrote para someter al monstruo, y el monstruo adopta una postura suplicante de rodillas y junta sus manos como cristiano implorando por misericordia. El padre se ablanda y detiene su último ataque. En eso el cuco aprovecha, extiende su largo brazo y se jala a uno de los niños, la bestia abre como nunca su boca aproximadamente de un metro y medio de largo y se traga al niño de un bocado. El padre grita con furia mientras que el cuco se dirige a la puerta principal cojeando y herido en el hombro. El padre arremete contra él a garrotazos sin descansar, hasta que el cuco yacía inmóvil en el suelo, recogido por el dolor. Con su último hijo en brazos y lágrimas en sus ojos llama a la policía. La policía llega y encuentra a la bestia atada en el suelo y al padre cruzado de piernas descansando en el sillón de la sala con un vaso de vino tinto en la mano.

—Es usted un héroe señor—dijo el oficial.

—Yo sólo cumplía con mi deber oficial.—respondió.

Los policías levantan forzosamente al cuco y lo llevan a la patrulla. El padre sale de su reposo y se arrima de forma elegante en el marco de la puerta principal para observar como se llevaban a ese infame animal. El cuco en su defensa hacía gruñidos inentendibles y muy refunfuñones.

—Todo lo que diga será usado en su contra—decía el fiscal.

El padre tomaba otro trago de vino mientras la patrulla se iba alejando, pero aún los enormes ojos del cuco lo miraban directo a él. Sé que volverá por venganza.

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